Tequila. 1982, buena cosecha. Es, posiblemente, uno de los
mensajes universales que han quedado cincelados en la memoria. Dime que me quieres, nombre y estribillo
de una canción infinita, pide lo que la gran mayoría de los creadores, en
primera instancia; en segunda, la necesidad, es: “necesito sentir que me
quieres”. Ese tránsito entre la palabra y el sentimiento lleva a muchos
artistas a decidir recluirse en un sucinto círculo que no traspase los límites
de lo íntimo. Es la frontera que levantan para protegerse de ese ámbito/mundo
hostil que daña la frescura del mensaje. Hago un recorrido por lo que ‘antiguamente’
se llamaban ‘grupos alternativos’, ‘la periferia’, ‘los proscritos’, ‘hippies
trasnochados’ o ‘discriminados’. Ahora, tal vez, sin adjetivos válidos, hay
quien vindica su naturaleza, la esencia. Vamos, “yo quiero esto y voy a hacer
que se me respete por esto”, indistintamente de que los que dicen que saben
digan que sé, o de que los que no tienen idea, me apoyen. Hoy se produce un
fenómeno, ya atisbado con anterioridad, ahora más profundo, de autentificar qué
soy y quién soy. Y, el resto, queda al margen.
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